viernes, 9 de enero de 2009

DÍAS DE NIEVE

Hoy ha nevado tímidamente en mi barrio. Y en todos los barrios de esta Zeta nuestra, supongo yo. Puede que durante la noche comience a nevar de nuevo. Aquí casi nunca nieva lo suficiente para que el blanco paisaje se mantenga varios días. Los copos de nieve se deshacen al primer contacto con el suelo. Pero me encanta ver como caen. No es muy frecuente y suele ser un espectáculo admirado y disfrutado por mayores y pequeños. Los copos son como las personas que, por muchos que veas, todos son diferentes. Hoy me he dado cuenta de un detalle en el que nunca me había fijado: Cuando los copos son pequeños bajan deprisa, como alocados, y sin embargo, los de mayor tamaño bajan con suavidad, como tomándose su tiempo. En eso también se parecen a las personas.
En estos momentos estoy recordando que cuando tenía quince años, por lo tanto hace bastantes inviernos, el paisaje amaneció nevado. No había medio metro, pero algo más de un palmo, sí. Ese día yo llegaba tarde al trabajo y para mi desesperación, perdí el autobús. No me di por vencida, claro, aunque sabía que para alcanzar la parada más cercana tendría que correr monte abajo, hasta llegar a la plaza, pero aprovechando que el autobús tenía que rodear el monte en su recorrido, decidí atravesar las calles y bajar deprisa por la parte más empinada de la cuesta. La nieve estaba blanda y temía que me causara problemas porque no podía ver con seguridad dónde apoyaba los pies. A cada paso ganado daba gracias al cielo por no tropezar en las afiladas piedras. Tuve suerte y a pesar de todo conseguí subir al autobús.
Al día siguiente, la cantidad de nieve había menguado, pero el suelo se había convertido en una trampa de un blanco transparente. La casualidad quiso que tuviera que bajar la cuesta nuevamente para hacer unas compras. Y este era el camino más corto y con el frío que hacía ni se me ocurrió pensar en buscar otra opción, aunque esta vez bajaría con cuidado, sin prisas. Para atravesar la dura capa de hielo me ayudaba con la punta de mi paraguas de flores azules. Intentaba pisar la solitaria hierba que había sobrevivido a la helada noche, pero mi suerte acabó por los suelos cuando pinché con la punta del paraguas en un endiablado pedrusco y mi cuerpo descontrolado se lanzó cuesta abajo. Lo primero que hice fue levantarme y mirar a mi alrededor para ver si me había visto alguien, que vergüenza, pensé. Claro que entonces, a las jovencitas pobres de mi barrio sólo se nos permitía tener sentimientos estúpidos en grandes cantidades. Después sentí frío y dolor en mis piernas y dejé de avergonzarme por haber besado el suelo. Fui a buscar mi paraguas de flores azules que, al parecer, había decidido por su cuenta caer en otra dirección. Me di cuenta que llevaba mojada toda la ropa por detrás y, en consecuencia, todo mi cuerpo estaba congelándose por momentos. Eso es lo malo de los días nevados, pero aún así me gusta la nieve.
Acabé deprisa las compras y de nuevo me enfrenté a la tarea de atravesar la cuesta. Esta vez me aseguré bien de pinchar en tierra firme. Mientras la subía pensé en los finos y blancos hilos de mi piel que se habían quedado en el duro duelo con el monte, sin duda, estaba enfadado por la capa de nieve que enfriaba sus faldas y quiso cobrarme de alguna manera mi atrevimiento por pisar su escasa y helada hierba.

2 comentarios:

pepe montero dijo...

Bonito relato, sobre hielo somos torpes como patos.
Está tan bien contado que le he podido ver las bragas a esa lolita que sigues siendo.

Doberka dijo...

Gracias Pepe, pero "esa Lolita" sólo existe en tu genial cabecita, pero tranquilo no eres la primera ni la última persona que comete "ese error" recuerda: las apariencias engañan...el algodón...no...jejeje.

Besos