domingo, 19 de julio de 2009

ESCLAVAS POSTMODERNAS



Cuando yo era niña -gracias al cielo aún lo soy, bueno… sólo a ratos-, mi vecina, una señora de hermosos ojos negros, amplios pechos, y una envidiable soltura en el andar, como todos los días a esa misma hora se dispuso a salir a la calle y coger el autobús de las ocho de la mañana para ir a su trabajo.
Aquella mañana nada parecía diferente a otras anteriores: se levantó temprano, dejó la comida hecha para toda la familia y puso en la mesa los vasos y cucharas del desayuno para sus ocho hijos, luego, ella, desayunó deprisa, dejó la ropa ordenada de los chicos, y dio ordenes precisas a los hijos mayores para que ayudaran a los más pequeños a la hor de lavarse, vestirse, y desayunar antes de salir para ir al colegio. Entró de nuevo en su habitación para recoger el bolso, se quitó las zapatillas, se puso sus zapatos negros y se despidió con un beso apresurado de su marido enfermo, después se miró en el pequeño espejo de la entrada, se puso bien el cuello de la camisa, se arreglo el cabello y, por fin, salió corriendo hacia la parada del autobús como si quisiera robarle unos minutos al tiempo.
Siempre las mismas caras por las mismas calles. Saludos y buenos deseos para todos, “aunque ya estés cansada antes de empezar a trabajar” -pensaba ella-, y seguía corriendo mientras sonreía estoicamente.
"La faraona del barrio" la llamaban por su bello rostro de gitana. A todo el mundo saludaba ,y a ella la saludaban y,además, solían mirarla y admirarla.
No notó nada extraño en sus miradas, ni oyó palabras diferentes a otras mañanas, aunque le llegaba un hedor extraño al pasar junto a sus vecinos en esa mañana de veloz recorrido, y sintió no poder detenerse, porque el autobús estaba a punto de llegar, “y ése no espera a nadie”, - se dijo.
Fue entonces y sólo entonces, cuando a punto estaba el vehículo de arrancar su motor, cuando subió al autobús casi sin aliento y con ella el café con leche a duras penas saboreado, fue justo entonces cuando Concha, otra vecina del barrio, se acercó a ella y mirándola de cintura para abajo le dijo: pero Carmen ¿has visto cómo vas? y en ese segundo de gloria comprendió de donde procedía el hedor antes mencionado.
Miró hacia abajo y contempló una, dos, tres veces, y alguna más, la parte inferior de su cuerpo, después, miraba la cara de Concha con incredulidad y volvía a mirarse y tocarse con la punta de los dedos, cómo envuelta en una extraña pesadilla. Le costó reconocerlo, pero, al final, su perplejo rostro dejó paso a la realidad más evidente: aquella mañana al vestirse no se puso falda, sencillamente, se le olvidó, y su blanco y suave viso de nylón lucía dos o tres manchas que, sin duda, eran la prueba fehaciente de su apresurado desayuno, sin embargo su automática mente dio por hecho que se había puesto la prenda en cuestión. Y ella hubiera jurado ante los pies de Jesucristo que ese acto reflejo y rutinario había sido realizado por ella como todas las mañanas. Por un segundo tubo una duda existencial: “¿se me habría caído por el camino? –pensó-, pero enseguida se quitó esa tontería de la cabeza, mientras tanto, la vergüenza se apoderaba de ella por momentos. Todas las personas que estaban dentro del autobús la miraban obsesivamente o de reojo. Ella no se movió ni dijo una palabra. Una estatua de cera se hubiera movido más que ella en esos momentos. Concha, rápidamente le ató en su cintura su chaqueta verde de punto fino y la acompaño hasta la puerta del autobús. Carmen bajó en la parada siguiente y regresó a su casa derrotada en el ánimo.
A media mañana todo el barrio supo lo sucedido -era un barrio pequeño y la gente se aburría soberanamente -, Carmen la perfecta madre, la perfecta esposa, la perfecta trabajadora, salió semidesnuda y sucia a la calle y aquello dio para varios días de burla y habladurías. Hasta que a Pancho, otro vecino, le dio por intentar abrirle la cabeza a su mujer en una noche de borrachera. Entonces, se olvidaron del asunto.
Pero Carmen jamás olvidó ese capítulo de su vida, tardó mucho tiempo en aceptar su bloqueo mental. Hoy en día, todavía, sigue preguntándose cómo es posible que diera por hecho algo que no llegó a hacer.
Y a todo esto: no me gustaría estar en la piel de la muchacha que creyó que había dejado a su hijo en la guardería, cuando en realidad, su hijo, siguió durante horas y hasta su muerte atado en el asiento de atrás de su coche. No me gustaría pasar por la mente de esa muchacha, esa madre que contempló las sonrisas que los demás nunca vimos de su hijo, que recordará las pocas o muchas palabras que aprendió a decir, que conocía todas sus manías y costumbres, que sabía que parte del cuerpo le estaba molestando con sólo mirarle, o qué canción le gustaba bailar o qué plato de comida era su preferido y que, sin duda, se hará una idea de la larga y solitaria agonía que sufrió su hijo. Los demás lo olvidaremos en cuanto haya otra cosa de la que hablar, pero ella nunca podrá hacerlo y mucho menos podrá perdonárselo a sí misma será tarea fácil. ¿Tragedias de la vida?. ¿Efectos colaterales de la postmodernidad social?. ¿Es esta clase de vida la que creíamos las mujeres que nos iba a independizar de todo y liberalizar del todo y para siempre? Yo sigo viendo esclavas, de otra manera, pero esclavas.
Lo de Carmen, mi vecina, fue un descuido y sólo el principio de algo nuevo que estaba por determinar, pero lo de esta muchacha no es un descuido. Es algo más grave, es la continuación... es otra cosa, algo que emerge poco a poco... como un submarino atómico que bloquea y destruye la mente.
A este paso los humanos del mañana seremos o serán -yo no estaré para verlo, espero-, autómatas y, de vez en cuando, fallaran todos y todos serán victimas y verdugos de los bloqueos mentales, propios o ajenos, a no ser que seamos coherentes y nos demos cuenta de que jamás seremos perfectos y si algún día lo somos es que no somos humanos.
Tengo la sensación de que la vida natural de la mujer está perdiéndo más que gana en esta batalla contra la supervivencia. Quizá estamos necesitando otras posibilidades. Ellos también.

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