Hacer memoria es un esfuerzo impecable. Lo primero que he recordado, después de asimilar (o, al menos, intentarlo) que el tren ha llegado a tu destino. Sí, de éste ave que nos arrastra a todos a una locura sin tregua. De manera, que no es de extrañar (sí, de sentir) que tu corazón haya frenado en seco.
Y por eso mi memoria me ha devuelto a esa tarde en la que nuestras vidas coincidieron en el Joaquín Roncal. Tú escritor invitado al Curso de escritura Cálamo. Yo alumna del mismo. Tu pasión literaria y vital nos envolvió y las horas parecieron minutos. Queríamos más, claro.
Después, vernos y saludarnos en presentaciones y encuentros literarios varios, era lo acostumbrado. Saludos y risas siempre.
Mi curiosidad quiso conocer tus obras literarias y quiso comenzar por Discothèque, pero le recomendaste Amarillo y esa curiosidad mía se sumergió en el amor de la amistad, en la rabia y la huella que la ausencia deja en los asientos del tren y adentro de nosotros mismos, pero también descubrió el coraje y la fuerza para seguir enfrentándonos al horizonte.
Recuerdo tu sonrisa encantadora y burlona cuando, a veces, al despedirme, casi te exigía que me dieras un beso. Sí, ya sé que soy así de tonta, a veces, muchas veces, y, seguramente, en estos más de cuatro años discontinuos nos hemos visto poco, sobre todo, en éste último que a penas he podido escaparme de aquí, de ahí, que no haya podido existir entre nosotros (bueno, entre casi nadie y yo) una amistad, lo que se dice, consolidada, pero, entonces, por qué me dueles tanto, Félix.
Un beso para ti, sé que un día… me devolverás éste beso amigo, Félix.
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